Desde hace tiempo he sospechado que el
lugar que ha desempeñado el cine en el siglo XX, desde un punto de vista
sociológico, fue el mismo que desempeñó en el XIX la novela, así como el teatro
en el siglo XVI y tal vez en este siglo XXI sean las nuevas tecnologías
virtuales y el internet. Dejo en un segundo plano a la televisión pero no
a la radio; me parece que su campo de acción de la tele
pertenece a tiempos y a duraciones más efímeras (aunque en su flamazo se
nos vayan los días y semanas en las grandes ciudades: eso pienso de la
televisión: el imperio de lo más efímero, el reino de la desmemoria y con un
poder enorme, que dicta órdenes a diestra y a muy siniestra) y no de gran impacto en la sociedad, a pesar de que en México se ve mucha
televisión y la radio ha tenido y tiene, el honroso prestigio y nobleza de
comunicar precisamente a las comunidades más alejadas de las grandes urbes o
megalópolis del planeta. La radio comunica a ranchos, pequeñas haciendas,
pueblos de playas semi vírgenes y da cuenta de los hechos locales política y
culturalmente informando el latir de
esas comunidades, que hay más de las que es de suponer. En un país como México,
en que desde los tiempos en que terminó la Revolución se habla de que las
ciudades han superado a la sociedad campesina y que debemos ingresar a la
modernidad en términos de legitimidad de gobierno, democracia sin cortapisas y
un definitivo alto a la corrupción, nos hemos dado cuenta de que estamos
condenados a que esas ideas sigan viniendo
sin cesar, siempre prometedoras, siempre inalcanzables, siempre esperanzadas.
Así lo vio Vasconcelos cuando tuvo que empezar desde cero la tarea educativa
del país. No importaba que la gente no leyera si es que acaso sabía: era
preciso penetrar con los clásicos griegos por todos los rincones del país:
Aristóteles, Píndaro, Homero. Ya después se cotejarían los resultados: lo
importante era darle a México un pasado de dimensión internacional. ¿Se
acuerdan del ensayo Diálogo entre Filosofía y Poesía? Por ahí va la idea: que el
cine mexicano volviera a estar en diálogo con la literatura nacional; corriendo
al paralelo, vamos, en 2016 ya somos potencia cultural.
Me
he referido al latir de las
comunidades y lo hago ahora también de las grandes urbes: en los años cincuenta
del siglo pasado ese latir estaba perfectamente empatado entre cine y
literatura en México, no en balde es llamada la “época de oro” de nuestro cine.
Por ejemplo, las películas del guionista Alejandro Galindo estaban basadas en
reminiscencias de textos fundamentales de ésa época: El laberinto de la soledad, La
región más transparente, El perfil
del hombre y la cultura en México,
etcétera. Entre las luminarias de nuestras letras (Octavio Paz, Samuel Ramos o
Carlos Fuentes) había un debate muy importante sobre la identidad nacional que
Galindo, con un enorme colmillo y conocimiento de las tretas cinematográficas,
plasmó en películas como Los hermanos de
hierro. Y creo que esto tuvo y tiene mayor impacto en las sociedades y que
definen mejor el sentir de una época a decir que lo que nos define es la
televisión de aquí pal’ real. Por ejemplo, en la actualidad, películas como Sexo, pudor y lágrimas, Amores perros, La perdición de los hombres o
Y tu mamá también... y en un lugar no menor aunque de menos alcance de las
grandes masas, novelas como La piel del
cielo, de Elena Poniatowska, galardonada con el premio internacional de
novela, Alfaguara 2001, El otro amor de su vida de Héctor Manjarrez, la
multi mencionada En busca de Klingsor
de Jorge Volpi o Diablo Guardián de Xavier
Velasco (Premio Alfaguara 2003 como es sabido). Y así lo seguiré creyendo, ya
que me niego a definir a nuestra sociedad por el número de partidos de fútbol
que se ven en las cantinas de la ciudad de México.
Vuelvo a mi sospecha: el cine
deja atrás a la novela como hecho cultural que se inserta en el cotidiano
histórico. Pero a su vez, el cine debe mucho a las grandes novelas del siglo
XIX. Así lo vio Tolstoi en una enorme profecía citada por Fernando Savater en
un hermoso y ya lejano artículo titulado “La palabra imaginaria”: (revista Intermedios, marzo de 1992):
“Ya veréis cómo este pequeño y ruidoso artefacto provisto
de un manubrio revolucionará nuestra vida: la vida de los escritores. Es un
ataque directo a los viejos métodos del arte literario. Tendremos que
adaptarnos a lo sombrío de la pantalla y a la frialdad de la máquina. Serán
necesarias nuevas formas de escribir”.
* * *
Las
deudas del cine a la literatura y su relación son brillantemente exploradas por
Savater. Pero yo me pregunto: ¿Y la poesía, y la pintura, la música? La música
se ha revelado como una hermana casi gemela del cine, al nacer el cine sonoro y
más adelante, el soundtrack, así que
entre la combinación de música y escenas sentimentaloides o emotivas en
la pantalla, la gente las confunde con poesía o lo poético y cree que de un
plumazo se pueden borrar a Baudelaire, Vallejo o Vicente Huidobro. Hablando en
plata, es sabido que el cine es una bola de trucos que obligan al espectador a
interesarse, a desbordarse y a entusiasmarse con una trama o unos personajes.
En ese sentido, todo el cine que vemos es efectista, de acuerdo con lo que he
venido manejando en estos textos. No hablo aquí de los grandes creadores de
cine, como Orson Welles, Bergman, Kurosawa, Tarkovski, Kubrick o Buñuel. Sino
el cine normal, norteamericano, hoolywoodesco, predigerido y de hecho mucho más
disponible para el espectador de a pie: usted o yo. En esos terrenos, la poesía
y la pintura casi no tienen nada qué hacer junto con el cine. Tal vez esta aparente
lejanía se deba a que el pintor es un poeta por otros medios, es decir, que
presenta un mundo estético acabado al igual que el poeta con sus palabras, se
trata de una estética que no se conforma con re-presentar al hombre o la
naturaleza, como lo hacen la novela y el cine, sino que en realidad presentan ese otro mundo donde vivimos
nosotros: el alma, la otredad en el yo o la ensoñación, tema brillantemente
explorado por el francés Gaston Bachelard en su ensayo La poetica del espacio. Existen ciertas ideas psicoanalíticas que
defienden al cine comparándolo con los sueños. “Soñamos como si viéramos una
película”, parece ser la conclusión con la cual el psicoanálisis avala al cine y lo declara moralmente sano y recomendable. (No hay
que olvidar que el psicoanálisis es una ética sofisticada) A los que así
piensan y —sobre todo—: ahí se detienen,
los remitiría al espléndido cuento de
Bertrand Russell Ajuste. Una Fuga
para que descubran la pesadilla que tuvo el psicoanalista que intentó someter a
diván a los grandes personajes de Shakespeare. ¿Qué pensaba Freud sobre lo que
descubrió Lumiére? Por lo menos hasta donde yo tengo noticia no hay un texto
freudiano amplio y contundente al respecto. Por tal motivo, creo que en ésta
tónica (por lo menos la de ésta nota) Gaston Bachelard fue mejor detective: es
la ensoñación el estado en el que
verdaderamente el individuo se revela, dialoga y examina su propia vida, ya que
la ensoñación tiene muchas más mayores que el sueño. Cuando se trata de
penetrar en el interior de un personaje, el cine se vale de una nubecita (ahora
este efecto está casi ya superado) u otros como planos-secuencia intermitentes
que nos muestran un mundo onírico por acumulación, pero pintores y poetas saben
que esto no basta para hacer poesía; poetas y pintores reflexionan, se inspiran
(es decir, tienen visiones de la materia o sustrato poético sobre el cual
trabajarán, lo cual es muy distinto a imaginar propiamente imágenes: el binomio
imagen visual-imágen poética no existe) y no sólo sugieren, como lo hace el cine. El arte pictórico y poético
expresan la fascinación y el vértigo de sentir o indagar en el alma propia, lo
cual es una defensa preciosa de la subjetividad: poesía y pintura insinúan lo otro, el cine insinúa unos trucos. Aunque partimos del hecho de que
ambos caminos seducen, (en el sentido de que en cualquier seducción hay algo de
trampa y espejismo), en poesía y pintura la seducción nunca acaba: la prueba
estriba en que un buen observador de cuadros o un buen lector nunca se cansan o
se aburren de las buenas pinturas o los buenos poemas; en cambio, mirar la
misma película más de una o dos veces resulta un tanto bruto. En fin, el cine
tiene muchos grandes novelistas, en el sentido de la estructura narrativa, pero
aún le faltan un Borges (ensayista), un Neruda (poeta) o un Salvador Dalí
(pintor). El día en que esto se muestre, será gracias a que los hoy aprendices
de cine habrán leído a Bachelard, la ensoñación se desnudará y así
comprenderemos una vez más, que el cine puede y debe ser un arte, que al igual
que todos los demás, necesita
revolucionarse en contenidos y no
sólo en aspectos puramente técnicos.
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